Por Héctor Jiménez Mendoza
Leer acerca de las violencias de cualquier tipo en otros lugares del mundo causa estupor, leerla cercana a las dos fronteras, a la ciudad vecina, saberla cercana a la calle en que uno habita y vive, inquieta, pero cuando uno se informa con respecto a los fundamentos de esas violencias, de sus justificantes actuales, realmente se hace visible el sentido de la expresión del Coronel Kurt en El corazón de las tinieblas : ¡el horror, es el horror!
Pospongamos las violencias que le cuestan la vida inmediata a alguna persona, mujeres u hombres y centremos las razones en la violencia cotidiana, esa perteneciente a lo que algunos llaman violencia simbólica. Es decir, hablemos de las violencias de baja intensidad, por llamarle de algún modo, pero cuyas consecuencias se sitúan en los largos plazos y son prácticamente invisibles y difíciles de percibir.
Según una tesis doctoral muy reciente, jóvenes entre los 15 y los 24 años de edad (Luis Botello Lonngi. Identidad, masculinidad y violencia de género) piensan que la fuerza física y la violencia ejercida sobre las mujeres y los débiles es lo más natural del mundo, igualmente, el dinero se concibe como un mecanismo de poder y de estatus social necesario como parte de la vida «normal» y exitosa: el carecer del mismo implica la obsolescencia, el no existir.
En primer término, algunos jóvenes opinan que es legítimo, natural y deseable ejercer la violencia física contra las mujeres; el espectro conceptual del maltrato lo creíamos en proceso de desvanecimiento, sin embargo, las mujeres son consideradas como seres inferiores; se me dirá que ya sabíamos, pero que entre los jóvenes se dé la consideración de que merecen ser golpeadas, por lo menos una vez en la vida y celadas porque de esa manera sienten “amor” y respaldo del golpeador en turno, realmente preocupa. En segundo lugar, algunos han hecho del dinero una moda, una necesidad para ser en el mundo, sea esto que el dinero otorga al poseedor poder, fama y fortuna, puede comprar cualquier cosa y eso lo convierte, a partir de su nivel de consumo, en hombre o mujer respetable y lo diferencia socialmente de entre la masa.
El tener se ha vuelto ser en este mundo donde el sistema que parió esas idolatrías al dinero o bien, justificó la diferencia entre los pequeños peces y los grandes tiburones empresariales, empieza a colapsarse lentamente, pero que impulsó a lo largo de su apogeo victorioso la adquisición preponderante de una cultura de la violencia, de un conjunto de estereotipos culturales, amén de los miles de millones de seres humanos nacidos, desarrollados y muertos en la más abyecta y vil de las miserias.
El sistema —por supuesto, basado en la explotación y en la libertad individual sin cortapisas ni principios éticos— desarrolló la transformación de un conjunto de principios educativos, laborales, morales. La existencia de una fauna neoliberal, mujeres u hombres, propietarios de un lenguaje específico, con un optimismo ciego, consumidores ejemplares del conjunto de bienes ofrecidos por los mass media, productos que en la realidad concreta son consumidos por un pequeñísimo grupo de élite —y en sus versiones de imitación por las clases dirigidas— han sido finalmente las consecuencias en el mundo real de una doctrina impuesta al mundo y son el ejemplo de cómo se diseñan las políticas culturales bajo consideraciones netamente económicas.
Las violencias actuales son producto directo de la hegemonía de los barones del dinero, del encumbramiento los mercachifles y administradores de empresas metidos a políticos —recordemos los gobiernos de empresarios para empresarios— y toda la parafernalia mediática de un mundo dividido entre perdedores y ganadores; la erosión de las ideologías de oposición y su satanización, así como el aprovechamiento de las míseras migajas doctrinales por parte de una izquierda de collar y correa, han dejado a un mundo joven sumido en el caos, en la violencia cotidiana, el bullying, el racismo potenciado, las ultraderechas, así como a merced de las religiones más retrógradas —no todas tienen que serlo por necesidad— y la desesperanza no sólo laboral, sino vital y en el sin saber qué hacer ante las violencias que sobre ellos cierne un capitalismo salvaje y mentiroso, sino acomodarse a ellas e irse adaptando a un mundo demandante de «excelencias» y del voluntarismo del «sí se pude y échele ganas».
Las consideraciones anteriores son sólo un esbozo y que intentaré ir analizando en entregas posteriores.
Este artículo fue publicado por primera vez el 31 de octubre de 2008 en la Revista virtual VBco.Therapy.